Nuevos muros se alzan en Europa. Se quieren poner cortapisas a la última ola de refugiados que huyen de la miseria y las guerras. Mientras tanto, otras barreras físicas llevan tiempo levantadas por el mundo y se hacen cada vez más infranqueables. No todas pretenden frenar los flujos migratorios y existe, incluso, el muro que crece con el fin de invadir cada vez más territorio, como el de Israel en Palestina. Aún así, de casi todos se habla poco o nada, como si conviniera que se mantuvieran en pie.
Pero hay uno de estos muros del cual no se habla nunca. Por increíble que parezca, es un muro que se ha levantado en medio del desierto y a lo largo de 2720 kilómetros dividiendo de norte a sur el territorio del Sahara Occidental. Los saharauis están convencidos de que un día este muro también caerá. Pero mientras ese momento no llega, Marruecos continua imponiendo su barbarie a un lado de él.
No hacía mucho que se había puesto el sol y la ciudad de Jerusalén, con sus calles vacías, parecía ya dormida. Siempre es así al principio del sabbat. No del todo en las calles del casco viejo, donde algunos comerciantes aún continuaban con su actividad aunque eran ya pocos y además iban a menos. Otros días, a esa misma hora, los turistas y otros transeúntes sufren del continuo asalto de los vendedores que, en medio de la algarabía, intentan convencerlos para que entren a sus comercios.
Pero había comenzado el sabbat e incluso las calles de la Ciudad Vieja no eran las mismas. Muy pocas eran las que aún mantenían algún negocio abierto. El resto, todo cerrado. Si uno sentía la necesidad de volver a entremezclarse con la gente, tenía que dejar atrás las calles más solitarias para adentrarse en el barrio musulmán, aún dentro de las murallas pero en dirección a la Puerta de Damasco, donde el sabbat tendría un efecto menor.
En la confluencia de las calles de Al-Wad y Souq Khan As-Zeit, algunos tenderos ultimaban sus ventas del día y lo mismo hacían las mujeres que, siempre desde el suelo, vendían orégano, fruta y plantas para el té. Pero en esta intersección de calles aguardaba un espectáculo digno de contemplar si lo que uno ha venido a hacer a Palestina es buscar respuestas y conocer cómo funcionan las cosas aquí, en Oriente Medio.
Como si de una pequeña y estrecha marabunta se tratara, un río de judíos todos vestidos de negro subía por la calle Al-Wad, atravesaba su confluencia con Souq Khan As-Zeit y continuaba calle arriba hacia la muralla norte. Aún siendo de las principales calles de la Ciudad Vieja, la estrechez de Al-Wad a penas podía canalizar con holgura a ese ingente ejército silencioso de judíos que, ataviados con sus sombreros de ala ancha, cuando no de la kipá o el shtreimel, el singular gorro de piel de muchos ultraortodoxos, subían por la calle adoquinada para cruzar la Puerta de Damasco. De allí, todos a sus casas.
Los palestinos de las tiendas y puestos de fruta y verdura de Al-Wad y Souq Khan As-Zeit hacían caso omiso a esa hueste de religiosos judíos quizá acostumbrados como estaban a esa secuencia que se repite semana tras semana, sabbat tras sabbat. Impasibles, todos ellos árabes musulmanes y quizá también algún cristiano, continuaban con su quehacer del momento. Eso sí, procuraban no ser arrollados por el paso decidido de aquellos centenares, quizá miles, de judíos que, agitando con cada zancada los tirabuzones que sobresalían de sus cabezas, seguían cruzando en dirección norte.
De repente, como si no fuera suficiente con todo aquello, en el negro cielo estalló, en ese momento, la llamada al salat, la oración para los musulmanes, que, a esa temprana hora de la noche, el muecín procuraba que saliera con fuerza del minarete de la mezquita que había más cerca. “¡Alahu akbar!” A lo lejos, otros minaretes hacían el mismo llamamiento en ese preciso instante, aunque la distancia los hacía más débiles. Pero los comerciantes de la intersección de Al-Wad y Souq Khan As-Zeit parecían no inmutarse, como tampoco lo hacían aquellos judíos que seguían marchando con el paso acelerado hacia la Puerta de Damasco.
Aquella secuencia parecía no terminar nunca. Cientos de religiosos judíos pasaban por aquella intersección de calles mientras les estallaba, encima mismo de ellos, la llamada a la oración para los musulmanes. Sólo en Palestina uno puede contemplar, en una sola escena, la concurrencia tan espectacular de dos manifestaciones tan contundentes de estas dos religiones, la judía y la islámica, que se baten por sobrevivir en lo que consideran su sitio. Semejante fenómeno es un reflejo fiel de la aparente contrariedad que vive esta ciudad tres veces santa. Pero esta contrariedad fácilmente se vuelve en puro conflicto a lo largo y ancho del territorio recelando de la posibilidad de que estas dos comunidades, la judía y la palestina, logren convivir algún día en concordia compartiendo una misma tierra, dentro de un mismo Estado o siendo dos Estados vecinos, llegando así la paz a Palestina.
Por el momento, para cada sabbat seguirán acudiendo una multitud de judíos al Muro de las Lamentaciones para realizar sus oraciones y, al terminar, se marcharán para abandonar la Ciudad Vieja cruzando otro muro, esta vez en forma de muralla. Es la que ha protegido siempre la Ciudad Vieja y que levantó por última vez Suleyman el Magnífico, en 1538. Actualmente, parte de esta muralla ayuda a delimitar lo que se conoce como Jerusalén Este, la parte oriental de Jerusalén al este de la Línea Verde marcada tras el armisticio árabe-israelí de 1949 y que separa Israel de Cisjordania. Pero con la Guerra de los seis Días (1967), Israel ocupó esta parte oriental de la ciudad incluida la Ciudad Vieja, donde se encuentran algunos de los principales lugares religiosos como el Muro de las Lamentaciones, el Santo Sepulcro y la Explanada de las Mezquitas – o Monte del Templo para los judíos.
En contra de esta ocupación, se aprobó, por unanimidad en las Naciones Unidas, la Resolución 242. Pero con el tiempo, lejos de retirarse de las zonas ocupadas, la política de Israel ha sido no sólo la de mantener la ocupación sobre los palestinos, sino también la de hacerse cada vez con más territorio. Para ello, Israel ha ideado otro muro más que no para de crecer y que, desde el inicio de su construcción, en 2002, cada vez se adentra más en suelo palestino apropiándose ilegalmente de más tierras palestinas.
Con el pretexto de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, Israel ha decido construir esta separación física entre israelíes y los palestinos de Cisjordania consistente en zanjas, vallas y placas de cemento de hasta ocho metros de altura. Es un muro que supone una auténtica barrera para la población palestina que dificulta su movilidad y merma aún más su economía, puesto que su trazado es zigzagueante y caprichoso con las pretensiones de ocupación israelíes y de la que dan cuenta de ello los asentamientos judíos que, cada vez más, se construyen en el lado palestino. Los últimos de estos asentamientos fueron noticia el pasado mes de julio, cuando el Gobierno israelí de Benjamin Netanyahu aprobó la construcción de 560 viviendas en un asentamiento de Cisjordania y otras 240 en Jerusalén Este.
La idea de muro siempre supone una construcción física para ejercer algún tipo de control sobre una población. Los más antiguos se limitaban a detener el paso de invasores armados o ejércitos, pero los muros modernos también persiguen otros muchos fines que son igualmente justificados por razones de seguridad, como hemos visto en el caso del muro de Cisjordania. A veces, incluso, se justifican directamente con argumentos para la pacificación civil, como es el caso de los llamados 99 muros de paz de Belfast, en Irlanda del Norte, o la Línea Verde de Chipre, que divide a grecochipriotas y turcochipriotas desde el armisticio de 1974, convirtiendo a Nicosia en la única capital del mundo dividida actualmente.
En Europa, sabemos bien de muros, pero seguimos levantándolos. Esta vez, como el que separa Estados Unidos y México, se trata de muros antiinmigración. Los conocemos bien y, a pesar de las vergonzantes vallas con concertinas en Melilla, hemos seguido alzando otras vallas en diferentes puntos de la frontera sureste con el fin de frenar la llegada desesperada de los refugiados que huyen de la guerra de Siria y otras calamidades.
Aquí tuvimos uno, el de Berlín, que una vez simbolizó la separación de los dos bloques en los que se dividía el mundo. Pero significó también la separación física de familias y seres queridos de un mismo país durante tres décadas. Algunos miembros de estas familias, incluso, no llegaron a tiempo para la reunificación. Pero eso son los muros: división de naciones, pueblos y familias.
Este muro en concreto, el de Berlín, tuvo gran significancia en su momento. Quizá sea el muro del cual más se haya escrito y más haya simbolizado un tiempo en la Historia. Lo levantó la antigua RDA (República Democrática Alemana) como el “Muro de protección antifascista”, pero los berlineses le dieron otro nombre: Schandmauer, o “Muro de la vergüenza”, que es el nombre con el cual se conocería también fuera de Alemania. Y una vez caído, se han seguido construyendo otros de la vergüenza, en Europa y fuera de ella. De hecho, cada uno que se levanta, es uno de ellos.
Pero como escribía Galeano, “aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada”. Efectivamente, poco se habla de ellos.
Pero hay uno del que no se habla nunca. Está construido en el Sahara y también se le conoce como el Muro de la Vergüenza. Con sus 2.720 kilómetros de longitud, es el segundo muro más largo del mundo después de la Muralla China y divide el territorio del Sahara Occidental de norte a sur. Igualmente que otros muchos muros, ha supuesto la división de un pueblo, el saharaui, desde hace cerca de 40 años. Una parte de esta población vive a un lado de él bajo la ocupación militar de Marruecos. Es lo que se conoce como el Sahara ocupado. El resto de la población vive entre los territorios liberados y, sobretodo, en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf, en el suroeste de Argelia, donde se encuentra el gobierno en el exilio de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD).
A principios de los años ’80, Marruecos se vio obligado a construir el muro para poder detener las incursiones del Frente Polisario en los años de la guerra (1975-1991). Para ello, se valió del apoyo logístico de Israel, Estados Unido, Francia y los petrodólares provenientes de las monarquías árabes del Golfo, especialmente de Arabia Saudí.
La construcción se hizo en varias fases que le servirían a Marruecos para ir afianzándose territorio a medida que lo iba ocupando. De esta manera, Hassan II consiguió hacerse con dos terceras partes del Sahara Occidental, especialmente sus zonas más ricas, como son prácticamente toda la costa y lo que se conoce como el triángulo útil, donde se encuentran las minas de fosfatos de Fos Bucraa y la capital, El Aaiún.
Con esto, los saharauis se ven privados de las explotaciones mineras y pesqueras y del resto de recursos naturales de lo que consideran su tierra. Por el contario, quien los explota ilegalmente es Marruecos y todos con quienes éste los comercia, como la Unión Europea, que firma tratados de pesca ilegales con el Reino alauita para que faenen, sobre todo, barcos pesqueros españoles en aguas jurisdiccionalmente pertenecientes al Sahara Occidental.
Este muro en el Sahara es, en realidad, una serie de muros construidos a base paredes de arena y piedras donde se distribuyen alambradas, zanjas y búnkeres con compañías de soldados desplegados cada cinco kilómetros y tecnología de la más moderna, como radares de detección de movilidad terrestre y aérea. Pero sobre todo, es un muro plagado de minas. Campos de minas antipersona y anticarro siembran esta enorme barrera a lo largo de su recorrido impidiendo por completo la libertad de movimiento por el territorio y, en consecuencia, terminando con el modo de vida tradicional nómada de los saharauis, para quienes esto ya es una meta en sí mismo para Marruecos.
Actualmente, siguen sucediéndose las víctimas por la explosión de estas minas, y son ya más de 2.500 a ambos lados del muro, lamentando la última de ellas el pasado mayo cuando una niña de 8 años murió por una antitanque en Mahbes, en el norte de los territorios ocupados del Sahara Occidental, convirtiéndose en la cuarta muerte que hay que lamentar por una mina en lo que va de 2016.
Aún así, Marruecos no cede ante la presión internacional y mantiene el terreno minado, como mantiene el muro a pesar del elevado coste económico que representa no sólo por la parte del ejército que tiene allí destinado constantemente, sino también por el mantenimiento de toda su infraestructura y el sistema de radares. Esto tiene su repercusión directa en la economía marroquí y a expensas de su población, que se ve privada de buena parte del presupuesto anual del país y condenada a índices de pobreza y desarrollo que no concuerdan con el PIB nacional.
Los esfuerzos del Reino alauita no acaban aquí. Otra de sus prioridades es seguir colonizando la parte del Sahara que ocupa hasta el muro y, contraviniendo el artículo 49 de la Convención de Ginebra, implanta cada vez más colonos marroquíes en el Sahara ocupado en detrimento de los saharauis, quienes ven reducido su porcentaje de población respecto a la marroquí mientras viven bajo la represión constante de las autoridades marroquíes y son ciudadanos de segunda en su propia tierra.
Pero en los últimos días, atendemos a los inesperados movimientos que el Reino de Marruecos realiza en uno de los puntos de este largo Muro de la Vergüenza. El pasado 11 de agosto, un convoy de las Fuerzas Armadas Reales de Marruecos fue movilizado de su puesto cruzando al otro lado del muro por el paso de El Guerguerat, al sur del Sahara Occidental, violando de esta manera el alto el fuego firmado con el Frente Polisario el 6 de septiembre de 1991. A la crisis diplomática entre el Reino de Marruecos y la MINURSO a raíz de la expulsión del componente político-civil de esta misión de las NNUU en el territorio, se suma este acto entre provocativo y amenazante que pone en riesgo la paz y la estabilidad de la región.
Parece que, esta vez, Marruecos ha decidido dar un paso atrás en la resolución pacífica del conflicto utilizando sus tropas para cruzar al otro lado de este muro que levantó en el desierto. Veremos qué consecuencias tiene toda esta provocación del pretencioso rey Mohamed VI.
(*) Foto de cabecera: el Muro de la Vergüenza / foto extraída de www.wallofsand.org